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jueves, 7 de abril de 2011

David, playa Brava y la Mapaná



El día que nos instalamos en el camping Don Pedro conozco a David, antioqueño, de Medellín. A la gente que nació en esa parte del país la llamamos paisa. Artesano, 38 años, moreno, delgado, pelo rizado y suelto, David es uno de esos personajes que no abundan. Un hombre capaz de dar un giro radical a su existencia y buscar un nuevo estilo de vida más espiritual y sencillo. Su filosofía es simple: la naturaleza le da todo lo que necesita. Atrás quedó un buen trabajo, enormes dosis de estrés y el éxito concebido como riqueza material. Nos cuenta su historia sentados en la orilla del mar, un día de la semana cualquiera bajo una luna luminosa que brilla sobre el océano. "Llevo más de trece años recorriendo Colombia", me dice. La noche se nos va hablando de la cosmogonía indígena, del calendario Maya, de las teorías que hablan del fin del mundo en 2012...

Volvemos al camping. En el camino, Berna divisa una luz extraña entre los árboles. Alumbra con su linterna. De entre las ramas surge, altiva, una serpiente larga que parece mirarnos con atención. Me pongo a temblar. Los chicos se acercan, hacen fotos, la siguen.


Rafa se muere de la risa mirando la imagen. "Es una mapaná y es letal. Si te muerde, hasta ahí llegaste... Te llamabas".

Esa misma noche, mientras planeábamos el viaje que habríamos de emprender al día siguiente, me encuentro con Diego, bogotano, veintipocos, melena ultra larga. "Mañana nos vamos de excursión a Playa Brava, ¿has estado allí? Dicen que es un sitio muy bacano, para no perdérselo. Por qué no se vienen con nosotros?"

Difícil decir que no. Había oído hablar de esa playa, la buscamos cuando estuvimos en el cabo San Juan, pero nos dijeron que era complicado llegar a pie. Al amanecer Diego nos presenta a la que será nuestra guía, Deisy, tolimense con cara de indígena, 28 años, caminante, artesana. Ha estado varias veces en el parque y conoce bien la ruta. Con ella viene también Thomas, un suizo que se declara colombiano de corazón, lleva varias semanas viajando y está deslumbrado.

Tardamos cinco horas en llegar a Playa Brava caminando a buen ritmo, con apenas unos minutos para descansar. Con Deisy es así, apenas nos da tregua, tiene tanta energía que le cuesta estar quieta. Por el camino nos va contando leyendas que hablan de las almas de los indígenas, identifica los ruidos que proceden de lo profundo del bosque tropical, nos enseña un pájaro carpintero y nos hace callar cuando escucha a los micos acercarse...

Pasamos la noche en playa Brava. El camping está muy alejado, pero merece la pena llegar. El trayecto es duro, no para cualquiera. Hay que llevar buenos zapatos, agua y, de ser posbile, sacos de dormir. A pocos minutos de la playa hay una cascada. Carolina y Nacho, ambos argentinos, nos acompañan. Parecemos niños pequeños chapotenando en el laguito!!


Iniciamos el regreso al amanecer, tuvimos suerte porque dormimos en camas, muy cerquita del mar, arrullados por el murmullo de las olas.

Tayrona III


El paisaje del Cabo San Juan te embriaga, pero el camping está tan atestado que el ambiente resulta un poco indigesto. Yo diría que esta es la zona más "comercial" del Tayrona. Es como una romería infinita: adolescentes con la cara llena de acné, familias, hippies, ejecutivos con ganas de desmelenarse, snobs, pijos,  niños bien, tirados...

Los amaneceres, las puestas de sol, los paseos por la playa, todo invita a quedarse. Lo pensamos...Y decidimos marcharnos. Berna me recuerda que hay un lugar en Arrecifes "ese en el que paramos a tomar algo al llegar, te acuerdas?" y nos lanzamos de nuevo al camino, otra hora larga con nuestras pesadas mochilas (juro que solo llevé un par de camisetas y dos pantalones cortos) en la espalda.

Camping Don Pedro. Un muchacho menudito y risueño nos recibe con una gran sonrisa en la boca. Se llama Rafa. Samario (de Santa Marta) por un lado y cachaco por otro (del interior del país). No estamos al pie del mar, pero una noche aquí cuesta unos 5 euros y la comida es mucho más barata. Ahora que lo pienso, este chico es una especie de chamán que nos da la bienvenida a su reino mágico. Porque aquí se cumple a rajatabla eso de que tienes que dejarte llevar. Sabes el día que llegas, pero nunca, nunca, cuándo te marcharás. Es como si te hechizaran. Cero resistencias. Eso sí, psico rígidos, miedosos, ultra urbanitas, gente que se queja de mosquitos, bichos y demás, abstenerse.

La idea es pasar una  noche aquí y luego seguir rumbo a La Guajira.

Foto: Camping Don Pedro

Chairama (Pueblito)


Si uno va al cabo San Juan no puede perderse la excursión hasta Pueblito. Los indígenas bautizaron este lugar Chairama y entre los años 450 y 1600 D.C. vivieron aquí unas 2.000 personas. En realidad queda poco de aquel esplendor. Lo más fascinantes es el recorrido, casi dos horas subiendo, escalando enormes piedras "como huevos prehistóricos" (con el permiso de Gabo y Cien años de Soledad), cruzando riachuelos, atravesando grutas y sudando a chorros en un microclima húmedo donde el calor es asfixiante. Hay momentos en los que sientes como si los árboles te llamaran (jajaja, sí, ustedes creerán que deliro quizás). Lo notas a mitad de camino. Hay un ejemplar gigante con un tronco tan grande que los brazos no te alcanzan para rodearlo. Una vieja leyenda kogui dice que los árboles que pueblan el parque son las almas de sus antepasados, indígenas que murieron en sucesivas guerras y en la lucha por la defensa de su territorio ante la invasión del hombre blanco.

 El árbol al que nos abrazamos, dice la leyenda, contiene el alma del chamán. De ahí su fuerza. De ahí que tengas que inclinarte ante él, tocarlo y sentirte agradecido ante su presencia....

En Pueblito solo queda la estructura de lo que fue una casa Kogui. El día que llegamos allí alguien me contó que a los indígenas prácticamente les prohíben visitar su tierra. Hasta hace algún tiempo vivían aquí, pero ahora el turismo ha acabado por desterrarlos.

martes, 5 de abril de 2011

Arrecifes, Cabo San Juan

Arrecifes. Primer contacto con las playas del parque. Nos da la bienvenida un gran letrero que avisa de que es peligroso bañarse en estas aguas. Unas 100 personas, dice el cartel, han muerto ahogadas aquí. Solo con ver el fuerte oleaje ya te sientes intimidado. El mar es tan bello como mortal. La arena, fina y blanca. Y, de fondo, las montañas que se alzan en un intento desesperado por tocar el cielo. Océano, bosque tropical y montaña, qué fabulosa combinación.

Cuando llegamos a Arrecifes ha pasado algo más de una hora desde la entrada. Nuestro destino final es el cabo San Juan, así que nos espera otra larga hora más de camino. A medida que avanzamos nos sentimos más y más embelesados, como hechizados.

Y al fin, el cabo. Una cabaña de madera corona un cerro inmenso a orillas del mar, la imagen típica de esta parte del parque, el objeto de deseo de todos los turistas que llegan aquí. Probablemente nos encontramos ante una de las playas más hermosas del mundo.

El camping está atestado. Hamacas, tiendas de campaña, sacos de dormir...El día que nos registramos habían pasado por aquí entre enero y marzo más de 7.000 visitantes de todos los rincones del planeta. Claire y Richar se van al cerro y Berna y yo a las hamacas de la parte baja. Un leve reconocimiento del lugar, paseo por las piedras, caminata hasta las playas cercanas y a eso de las seis de la tarde mi cuerpo no resiste más. Me despierto a las tres de la mañana. Me vuelvo a dormir. Abro los ojos a las cinco, poco antes de que comience a amanecer. Me voy corriendo al mar. No hay espectáculo más emocionante que ver salir el sol en las playas del Tayrona.

lunes, 4 de abril de 2011

Tayrona II


Peligrosas y letales serpientes mapaná, babillas, micos titíes (endémicos de Colombia, si desaparecen, se habrán extinguido del planeta), mariposas de mil colores, lagartos azul eléctrico, pájaros carpinteros, ranas, sapos, tarántulas, águilas, alacranes, vacas, cerdos, cabras, perros, iguanas, ciempiés, cocuyos, conejos, lechuzas, zorros...Tengo que apuntar en mi cuaderno todo lo que voy viendo en mi recorrido por el parque Tayrona. Pretendía este ser un blog diario, una especie de bitácora de viaje en la que fuera detallando mis aventuras por esta tierra mágica, pero no tenemos Internet. Los tentáculos de las grandes empresas de telefonía no han podido con la naturaleza, que se protege a sí misma de la perversa mano humana. Así que mi blog son un montón de papeles sueltos en una libreta de carátula fucsia que llevo debajo del brazo y que abro después de las largas jornadas de caminata. Tengo poco tiempo para escribir. Por la mañana me despierto con el amanecer y me duermo una horas después de que se oculta el sol. Qué delicia, abrir los ojos con el canto de los gallos...había olvidado esa sensación. Salimos a andar y volvemos cuando va cayendo la tarde. Cena, charlas, cervezas...y poco más. La luz se apaga a las diez. Comienza el concierto de las ranas y los saltamontes. Mañana más...

En la foto: por ahí, escondidos, están los micos titíes...

viernes, 1 de abril de 2011

Tayrona



"Este barrio se llama Once de noviembre, y hasta aquí vino a parar la guerrilla.. Hace un tiempo había retenes y casi no se podía transitar, pero eso ya pasó", me cuenta el taxista que nos lleva al parque Tayrona. Salimos de Taganga un martes por la mañana. A bordo del vehículo, Berna y yo más Richard y Claire, dos ingleses muy jóvenes y completamente ajenos a nuestra conversación. 

El conductor, un tipo joven, moreno, robusto y con aire desenfadado parece orgulloso, feliz ante la aparente paz que se respira en la zona. "Esto está muy tranquilo", insiste. Una vez, estando de vacaciones en Barranquilla me advirtieron del peligro de viajar a Taganga, a poco más de una hora de mi ciudad. Es como si a los españoles les prohibieran ir de Madrid a Toledo porque corren el riesgo de ser emboscados y raptados. Durante años la guerrilla prácticamente mantuvo secuestrados a los colombianos. El turismo interior era  inexistente. Y así como crecían los ataques de la guerrilla se fortalecieron también los grupos paramilitares, que actuaban en estrecha colaboración con las fuerzas militares, sembraban el terror y cometían las peores masacres que se recuerden en este país.

En aquella ocasión -creo que era 2002-, ya se habían posicionado en la zona. Al parecer, se trataba de un enfrentamiento entre facciones que derivó en una guerra interna. "Si vas, es bajo tu responsabilidad", me dijeron. Así que me quedé con las ganas de visitar mi playa favorita.

Avanzamos por la troncal del Caribe. La carretera está en excelentes condiciones y a los lados florecen toda clase de negocios: estaderos, restaurantes, hoteles...Y fincas. Vastas extensiones de tierra que en algunos casos se han convertido en sitios de recreo. No falta la presencia policial. De vez en cuando asoman parejas de soldados, algunos imberbes, con sus gorritas ajustadas, su uniforme verde y con cara de querer estar en cualquier parte menos allí. Divisamos la entrada. Nada más llegar sientes como si la madre naturaleza te diera la bienvenida. Huele a verde. A monte. A aire puro. "En Colombia la vegetación, la fauna, todo te avasalla...Es tan exuberante", me comenta Berna. El ingreso al parque cuesta unos 15 euros para los extranjeros y la mitad para los nacionales. Para llegar a las playas se puede ir caminando o en burro. Decidimos echar a andar con Claire y Richard. "Antes de llegar a Arrecifes hay un camping que se llama Don Pedro", nos avisa el taxista. "Allí pueden tomar algo y descansar. Además, es barato".

Pocos minutos después de iniciar la caminata pasamos por un pantano. Un guía que viene en dirección contraria nos alerta: "Por allí hay una babilla (especie de cocodrilo pequeño) que se acaba de comer un puercoespín". La vemos unos minutos después. Las espinas sobresalen de su mandíbula.

martes, 15 de marzo de 2011

Taganga



"En cinco años ya no quedarán tagangueros", me dice la mujer mientras nos acompaña a la parte alta de Taganga, un pueblito pesquero al norte de Santa Marta. Solía venir aquí desde la adolescencia. Algunas cosas no han cambiado: El bullicio de la calle principal, los barcos esperando clientes para llevarlos a playa Grande, a Granate o a Bahía Concha; los puestos de jugos, los hippies vendiendo collares, las calles destapadas... Solo que en esa época el turismo se limitaba a unos cuantos visitantes de la costa y del interior del país. Ya no. De la noche a la mañana este lugar ha sucumbido al boom inmobiliario y turístico y en sus imponentes cerros comienzan a crecer como setas edificios y casas que se extienden simulando una gran mancha de petróleo. Taganga no tiene una sola temporada alta. Tiene tres o cuatro. En un período del año llegan colombianos, en otro israelíes y en otro más gente de países europeos y de América Latina, sobre todo  de Argentina y Chile. Caminas y escuchas tantos idiomas que parece que te hallas en una torre de Babel. Los restaurantes, incluso, tienen letreros en hebreo. Y en un sitio tan pequeño cuesta saber con exactitud cuántos hostales se han construido en los últimos cinco años. Casi todos propiedad de extranjeros. Israelíes y franceses en su mayoría. Para ellos, Taganga se ha convertido en El Dorado. Sus clientes llegan en masa, atraidos por la belleza del lugar y los precios. Una noche de hostal puede costar entre 10 y 15 euros con desayuno incluido y desde aquí se puede ir en lancha o por tierra al parque Tayrona, uno de los sitios más hermosos de la geografía colombiana y quizá del mundo. Es tal el boom que los tagangueros se están apresurando a vender sus casas y terrenos. Los precios dan vértigo. La mujer que nos acompaña a la parte alta nos enseña una pequeña parcela que cuesta unos 5.000 euros pero que en dos o tres años podrá cuatriplicar su precio. También vende la casa en la que vive desde hace más de 27 años. Unos 150.000 euros. "Cuando vuelvas ya no reconocerás este lugar", me dice de camino al hotel.

Pienso en ello mientras nos subimos a la lancha que nos llevará a Bahía Concha, (foto de arriba) un enclave paradisíaco a poco kilómetros de Taganga. Para llegar allí hay que bordear punta Aguja, una zona donde las olas parecen monstruos hambrientos dispuestos a engullirte. Voy tan tensa que sin darme cuenta aprieto mis manos contra la baranda hasta casi hacerme daño. Y eso que no soy especialmente miedosa. El tipo de la lancha intenta tranquilizarme. "Aqui no pasa nada, fresca. Esto no se hunde. Son solo diez minutos de angustia". Menos mal, porque llevamos encima unos remedos de salvavidas que ni siquiera tienen cierres.. "Déjate ir con las olas", me dice mi compañero de viaje -un español que ya ha recorrido algunas zonas de Colombia-, cuando ve mi cara de desesperación. El trayecto tarda exactamente 17 minutos que parecen una eternidad. El miedo al océano solo lo disipa la belleza del paisaje. 

El regreso a Taganga es mucho más placentero. Vamos con el viento a favor y el oleaje no es tan fuerte. Pasamos por playa Grande. ¿No debería estar prohibido construir allí? le pregunto al pescador señalando uno de los cerros. Me mira, sonríe y su expresión denota cierta burla. Una especie de "oye, chica, parece que no fueras de aquí". Me cuenta que han intentado paralizar varios de esos proyectos en más de una ocasión, pero sin éxito. "Tú sabes que aquí lo que manda es la plata", me dice. "Y al que no le gusta lo silencian a plomo". ..