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martes, 15 de marzo de 2011

Taganga



"En cinco años ya no quedarán tagangueros", me dice la mujer mientras nos acompaña a la parte alta de Taganga, un pueblito pesquero al norte de Santa Marta. Solía venir aquí desde la adolescencia. Algunas cosas no han cambiado: El bullicio de la calle principal, los barcos esperando clientes para llevarlos a playa Grande, a Granate o a Bahía Concha; los puestos de jugos, los hippies vendiendo collares, las calles destapadas... Solo que en esa época el turismo se limitaba a unos cuantos visitantes de la costa y del interior del país. Ya no. De la noche a la mañana este lugar ha sucumbido al boom inmobiliario y turístico y en sus imponentes cerros comienzan a crecer como setas edificios y casas que se extienden simulando una gran mancha de petróleo. Taganga no tiene una sola temporada alta. Tiene tres o cuatro. En un período del año llegan colombianos, en otro israelíes y en otro más gente de países europeos y de América Latina, sobre todo  de Argentina y Chile. Caminas y escuchas tantos idiomas que parece que te hallas en una torre de Babel. Los restaurantes, incluso, tienen letreros en hebreo. Y en un sitio tan pequeño cuesta saber con exactitud cuántos hostales se han construido en los últimos cinco años. Casi todos propiedad de extranjeros. Israelíes y franceses en su mayoría. Para ellos, Taganga se ha convertido en El Dorado. Sus clientes llegan en masa, atraidos por la belleza del lugar y los precios. Una noche de hostal puede costar entre 10 y 15 euros con desayuno incluido y desde aquí se puede ir en lancha o por tierra al parque Tayrona, uno de los sitios más hermosos de la geografía colombiana y quizá del mundo. Es tal el boom que los tagangueros se están apresurando a vender sus casas y terrenos. Los precios dan vértigo. La mujer que nos acompaña a la parte alta nos enseña una pequeña parcela que cuesta unos 5.000 euros pero que en dos o tres años podrá cuatriplicar su precio. También vende la casa en la que vive desde hace más de 27 años. Unos 150.000 euros. "Cuando vuelvas ya no reconocerás este lugar", me dice de camino al hotel.

Pienso en ello mientras nos subimos a la lancha que nos llevará a Bahía Concha, (foto de arriba) un enclave paradisíaco a poco kilómetros de Taganga. Para llegar allí hay que bordear punta Aguja, una zona donde las olas parecen monstruos hambrientos dispuestos a engullirte. Voy tan tensa que sin darme cuenta aprieto mis manos contra la baranda hasta casi hacerme daño. Y eso que no soy especialmente miedosa. El tipo de la lancha intenta tranquilizarme. "Aqui no pasa nada, fresca. Esto no se hunde. Son solo diez minutos de angustia". Menos mal, porque llevamos encima unos remedos de salvavidas que ni siquiera tienen cierres.. "Déjate ir con las olas", me dice mi compañero de viaje -un español que ya ha recorrido algunas zonas de Colombia-, cuando ve mi cara de desesperación. El trayecto tarda exactamente 17 minutos que parecen una eternidad. El miedo al océano solo lo disipa la belleza del paisaje. 

El regreso a Taganga es mucho más placentero. Vamos con el viento a favor y el oleaje no es tan fuerte. Pasamos por playa Grande. ¿No debería estar prohibido construir allí? le pregunto al pescador señalando uno de los cerros. Me mira, sonríe y su expresión denota cierta burla. Una especie de "oye, chica, parece que no fueras de aquí". Me cuenta que han intentado paralizar varios de esos proyectos en más de una ocasión, pero sin éxito. "Tú sabes que aquí lo que manda es la plata", me dice. "Y al que no le gusta lo silencian a plomo". ..